miércoles, 27 de agosto de 2014

Un poema para sopesar el reino de las contradicciones y recuperar el sueño

las imágenes de la 
biblioteca de Unitrópico 
habla más
 que las estadísticas 


27

¿Sobre qué lado se apoya más la ternura del hombre?
¿Sobre su pecho, siempre relativamente abierto?
¿Sobre su espalda, siempre relativamente abandonada?
¿Sobre su perfil, siempre relativamente ajeno?

¿Sobre qué lado lo sentirá más la tierra,
cuando cae para volver a levantarse
y cuando cae para que otros se levanten?
¿Será distinto ese lado para el tacto del polvo,
/de la piedra o del barro.
para el desierto, el campo de batalla o el jardín?

¿Sobre qué lado se lo olvida más fácil,
se lo mata más fácil,
se lo ama más fácil?

¿Sobre qué lado se abre el vuelo que llevamos,
el fruto que llevamos,
el cero que llevamos?

¿Sobre qué lado es el hombre posible para el hombre?


Roberto Juarroz (Coronel Dorrego, 1925-Temperley, 1995), Cuarta poesía vertical, Aditor, Buenos Aires, 1969





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agosto 23 de 2014 -

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jueves, 6 de marzo de 2014

campaña unitropico lee sin limites - versión 2014

El reino de al revés informa que:  ¿Caperucita Roja en Unitrópico? ¿Pinocho dicta economía sostenible en Casanare?  ¿El hijo de Rin Rin Renacuajo  lee cuentos  en Yopal? ¿Alicia  vino desde el País de las Maravillas una gira por todo Casanare? ¿Qué la custodian los siete enanitos y el soldadito de plomo? ¿La bella durmiente firmará autógrafos en  abril en las bibliotecas de Casanare? No me lo puedo perder, ese programa para mi será… ¡irrepetible!

Les comparto una versión de la Caperucita roja, de uno de nuestros escritores colombianos

Caperucita Roja, según Jairo Anibal Niño



http://www.letralia.com/ciudad/arciniegas/imagenes/caperucita2.jpg


Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.




Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
—¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
—Quiero regalarte una flor, niña linda.
—¿Esa flor? No veo por qué.
—Está llena de belleza —dije, lleno de emoción.
—No veo la belleza —dijo Caperucita—. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
—Mira mi reguero de lágrimas.
—¿Te caíste? —dijo—. Corre a un hospital.
—No me caí.
—Así parece porque no te veo las heridas.
—Las heridas están en mi corazón —dije.
—Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.




Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.

Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
—¿Vas a la escuela? —le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
—Estoy de vacaciones —dijo—. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
—¿Y qué llevas en el canasto?
—Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
—Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
—Es un experimento —dijo Caperucita—. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
—La receta funciona —dijo—. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
—Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
—Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
—Es una abuela rica —explicó—. Y tengo afán de heredar.




No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

ll

LUIS BERNARDO YEPES OSORIO, promotor de lectura, bibliotecólogo colombiano, colecciona tantas versiones de Caperucita Roja se publiquen y lleguen a sus manos, en diferentes idiomas, en diversos formatos, en poemas, en canciones,  en medallones, en cuadros, en estatuillas... Con la Caja de Compensación Familiar COMFENALCO - Antioquia realizó una exposición de sus caperucitas rojas. La versión del escritor Colombiano Triunfo arciniegas es la escogida para promover la campaña UNITROPICO LEE SIN LIMITES en el espacio del blog: FE DE ERRATAS BOLETIN BIBLIOTECA UNITROPICO